El origen de los trastornos mentales

la invención de los trastornos mentales

Para entender cómo hemos llegado a lo que hoy denominamos «trastornos mentales» tenemos que entender cómo se originó la Psicología en la rama de salud. Esta derivó de la medicina, que, a pesar de defender un planteamiento bio-psico-social de la salud, la realidad es que mantiene una postura más bien biológica sobre las enfermedades, es decir, cuando alguien está enfermo alguna parte de su organismo está sufriendo algún tipo de alteración que se manifiesta en una serie de síntomas, el tratamiento pasa por tratar dichos síntomas y curar la enfermedad (la alteración del organismo).

Esta postura se trasladó directamente al ámbito de la salud psicológica, entendiendo que las personas tienen trastornos mentales (que sería la enfermedad) que se manifiestan en una serie de síntomas que hay que curar o tratar. A día de hoy los distintos manuales diagnósticos que hay, como el DSM o la CIE, definen los trastornos mentales en función de los síntomas que manifiesta cada uno de ellos. Pero esto tiene un grave problema y es que los diagnósticos que se hacen a partir de estos manuales no explican el trastorno, simplemente lo describen, es decir, no explican la «depresión», simplemente describen los síntomas que pueden tener las personas con depresión, sin embargo hay múltiples manifestaciones de la depresión:

-Hay personas que dejan de hacer cualquier cosa, duermen todo el día, no muestran ningún sentimiento en absoluto, no interactúan con otras personas…

-Otras muestran un llanto constante, mantienen las conductas necesarias para mantener su vida pero dejan de hacer cualquier otra actividad relacionada con el ocio, mantienen interacción con otras personas pero se instalan en la queja continuada…

-Y hay quien continúa con su vida y nadie percibe su malestar, sin embargo están constantemente rumiando sobre su situación vital, piensan que la vida no tiene sentido, se sienten vacíos, no experimentan grandes emociones…

Es decir, hay un montón de conductas (lo que estos manuales llaman síntomas) en las que se expresa esa depresión, pero esas mismas conductas no son patológicas por sí mismas, porque llorar no es algo malo en sí mismo, puede ser malo o bueno en función del contexto y las circunstacias que rodean a una persona en un momento determinado.

Por lo tanto el trastorno mental no puede ser reducido a esos síntomas, así que decir que una persona «tiene depresión» no nos dice absolutamente nada, porque nada tiene, sino que se comporta de una determinada manera y la explicación tendremos que ir a buscarla al ambiente (tanto interno como externo), a su relación con el mismo y a la historia de la persona: si alguien acaba de perder su trabajo, su situación económica es precaria, acaba de perder a un ser querido y nos encontramos en medio de una pandemia mundial la persona NO «tiene depresión», la persona ESTÁ en una situación depresiva y quizá no tiene estrategias ni herramientas para poder salir de esa situación por sí misma. Esta es la clave, por lo general no hay algo que está mal dentro de nosotros, sino que lo que no funciona es cómo nos estamos relacionando nosotros con nuestro entorno, y aquí no solo influye nuestra historia de vida, nuestro aprendizaje, etc., sino también el apoyo social que tengamos a nuestro alrededor, el contexto político y económico e incluso la cultura y las normas sociales con las que tenemos que convivir.

Esta forma de entender los problemas psicológicos ha permitido reformular el modelo de la psicología clínica, hasta ahora dominado por el modelo médico, hacia una nueva forma de comprender los problemas psicológicos no como un déficit en la persona sino como una situación en la que se encuentra la persona (Pérez-Álvarez, 2006). Así, se abandonan las explicaciones mentalistas de los problemas psicológicos en favor de explicaciones ambientalistas, en las que determinadas variables ambientales son las que controlan la conducta y, por lo tanto, la intervención terapéutica se orienta al cambio de contexto donde se da el problema (Barraca, 2006).

Si aceptamos este enfoque contextual un primer paso que habría que dar sería la desmedicalización generalizada de los problemas psicológicos, ya que el origen de los mismos no se encontraría en un déficit biológico del individuo, como sucede por ejemplo con la Terapia de Activación Conductual, defendida por sus autores como una alternativa a la medicación para la depresión y con eficacia probada (Pérez-Álvarez, 2006).

En línea con el enfoque contextual, si los trastornos mentales no existen como tal, porque no son enfermedades que tenga el individuo sino interacciones de este con su contexto, se debería replantear el concepto de salud mental. De igual modo, si los trastornos no existen como tal no tiene sentido plantear categorías diagnósticas (tales como las formuladas en el Manual de criterios diagnósticos y estadísticos) y definir las intervenciones en base a ellas, porque no aporta más información que la recopilación de “síntomas” o comportamientos problema que la persona ha formulado durante la terapia. En este sentido las diferentes guías sobre tratamientos psicológicos eficaces de las que disponemos, que miden la eficacia de las intervenciones terapéuticas en base a esas etiquetas diagnósticas, no nos dicen nada de la intervención en sí ni de su funcionamiento, además de que la categorización de las técnicas se realiza en función de denominaciones que esconden los principios en los que se asientan (Froxán et al., 2018). Será el análisis funcional el que nos ayude, de forma individual y adaptada a cada caso, a definir la intervención más adecuada a nuestro consultante.

Entonces… ¿estoy loco/a o es la sociedad la que genera esto?

Como hemos adelantado, la locura no existe como ente, sino que lo que entendemos por problemas psicológicos vienen dados por la relación entre una persona y el ambiente y, en ese ambiente, debemos tener en cuenta también la sociedad en la que vivimos (y la cultura, la economía, la política…).

Marino Pérez habla de la hiperreflexividad o reflexividad excesiva como una característica común y que está en la base de los categorizados como “trastornos mentales”. La reflexividad es una facultad característica del ser humano que tiene dos polos: por un lado nos permite ser conscientes de nosotros mismos, pero por otro lado ese exceso de conciencia de uno mismo puede complicarnos la existencia (Pérez-Álvarez, 2008). 

Es decir, los problemas de la vida (conflictos, pérdidas, frustraciones, decepciones, incertidumbres…) cuando están influenciados por la hiperreflexividad ser convertirían en problemas psicológicos; algunos ejemplos de esa reflexividad excesiva podrían ser la rumia o la preocupación excesiva que se observan fácilmente en «ansiedad» o «depresión» (Pérez-Álvarez, 2008).

Ante una toma de decisiones es común pensar en el futuro y analizar las distintas posibilidades que pueden suceder en función de la decisión que tomemos, esto de forma genérica es útil porque nos ayuda a tomar la mejor decisión, pero llevado al extremo implica que para cada decisión que tengamos que tomar hagamos un análisis de escenarios futuros y acabemos por vivir de forma constante en el futuro en lugar del presente, con la inquietud e incertidumbre que provocan y alejándonos de lo que es importante para nosotros, porque actuamos para evitar situación malas en lugar de actuar para alcanzar cosas buenas. Este es solo un ejemplo.

Sobre cómo influye la sociedad o la cultura podemos tomar otro ejemplo: una persona que ha estudiado una carrera, varios máster, que trabaja un montón de horas para conseguir más ascensos y que, debido a algo que pasa en su vida, se replantea todo lo que está haciendo: trabajo tantas horas que ya no tengo amigos, para qué ascender si no puedo compartir esto con nadie, para qué quiero más dinero si yo no quiero tener una casa grande, para qué quiero destacar más en el trabajo si a mí lo que me gusta es hacer el trabajo «sucio» que no se ve. Lo que ocurre es que la persona actuaba conforme a lo que las reglas de la sociedad marcan y a lo que se le enseñó en su familia (estudia y trabaja para tener una casa, un coche, un puesto destacable…), en lugar de actuar conforme a lo que era importante para esa persona (disfrutar de tiempo de ocio con sus seres queridos, hacer un trabajo que le aporte aunque no destaque, vivir en un piso pequeño cerca de la gente que le importa…). Así es cómo muchas veces la sociedad está en la base de los problemas psicológicos, especialmente si hablamos del capitalismo y su exigencia en producir, ser mejores, aportar valor bajo a toda costa, etc.

En definitiva, en esta forma de entender la salud psicológica la persona que sufre tiene un papel más activo, ya que no es que esté enferma y el médico tenga que curarla, sino que tanto el psicólogo como la persona trabajan conjuntamente poniendo en marcha estrategias que le hagan salir del bucle en el que se encuentra. De igual modo, no se descarta el papel que los factores biológicos puedan jugar en las problemáticas que refiere la persona, sino que hay que contemplarlos como un factor más (no siempre de forma causal) dentro de este contexto bio-psico-social en el que se desenvuelve la persona.

Referencias bibliográficas:
Barraca, J. (2006). Las terapias conductuales de tercera generación: ¿parientes políticos
o hermanos carnales? EduPsykhé. Revista de Psicología y Psicopedagogía, 5(2), 145-157.
Froxán, M. X., Alonso-Vega, J., Trujillo, C. y Estal, V. (2018). Eficiencia de las terapias: ¿un paso más allá de la eficacia? Análisis crítico del modelo cognitivo-conductual. Apuntes de Psicología, 36(1-2), 55-62. 
Pérez-Álvarez, M. (2006). La terapia de conducta de tercera generación. EduPsykhé. Revista de Psicología y Psicopedagogía, 5(2), 159-172.
Pérez-Álvarez, M. (2008). Desenredamiento auto-reflexivo y activación conductual: claves para la terapia. Prolepsis, 0, 17-43. 

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